miércoles, enero 30, 2008

CARNIVALE: Magia, mentiras y televisión

Everything is imposible until it ain´t
Ben Hawkins, Carnivale


Ayer terminé de ver la segunda temporada de la maravillosa serie de televisión Carnivale de HBO. Lastimosamente, como muchos adeptos de esta nueva índole de producción, me quedé decepcionado, impotente ante la idea de que la tercera y definitiva temporada había sido cancelada. Es que no es la primera vez que HBO lo hace sino que también canceló la gran serie épica western Dead Wood. Mi pregunta es la siguiente: ¿Por qué, si la mentada productora apuesta por una serie televisiva que tenga todo el rigor histriónico, producción, estética y simbología de una película de autor (de 36 horas de duración), cede tan fácilmente al imperativo de rating que se encarga de llenar de mediocridad a la mayoría de programas destinados a la pantalla chica? ¿Acaso HBO no se jactaba de no ser propiamente televisión sino HBO? Porque una cosa es un hecho: en primer lugar Carnivale seguramente cuesta una millonada exorbitante (la producción no tiene nada que envidarle a una del gran Hollywood), en segundo lugar es un hecho que su propuesta de forma y contenido no son aptos para satisfacer a las masas ávidas de Sex and the city, Boston Legal, The Sopranos o Desperate Housewives. Y no es que me disgusten esas series, más bien al contrario pero hay que saber darle su lugar a las cosas: es más fácil encontrar público para identificarse con mujeres pre-menopáusicas buscando el polvo de su vida o de abogados exitosos buscando… el polvo de su vida (vaya coincidencia) que con freaks de feria en los años treinta cuando Estados Unidos se parecía más a la provincia Pacajes que a la lujosa Miami de P. Diddy o a la glamorosa Nueva York de Sarah Jessica Parker. En pocas palabras: Carnivale es una inversión desmesurada si se toma en cuenta la audiencia potencial que genera su trama y estética. Hoy por hoy ¿quién quiere pensar cuando ve la televisión? Lo interesante era la apuesta de HBO, a pesar de eso: inversiones considerables para producciones serias, historias insondables, abstractas, artísticas, cómo se quiera decir. La televisión, bajo esta perspectiva, sería el receptáculo de relatos rara vez vistos en el mundo audiovisual. ¿Cómo sería traducir una novela a lo Victor Hugo, un relato a lo Guimaraes en lenguaje audiovisual con toda su densidad, su poesía, sin caer en abstracciones (como lo hace una película)? ¿Cómo se puede extender todo un universo que contemple hasta los más mínimos detalles del día a día y no de un sólo personaje sino de varios y que a la vez se pregunte lo que toda epopeya se pregunta, es decir, cuál el destino del Hombre? Además ¿quién quiere chuparse un relato de ese calibre por televisión? Algunos sí, pero no muchos. En todo caso, no los suficientes como para recuperar a corto plazo la gran inversión (como las Crónicas de Narnia en la pantalla grande o CSI en la chica). Pero para esos pocos estaba HBO, una especie de mecenas de producciones para que los cinéfilos se regocijen hasta la saciedad y a través de esa caja ridícula que, por lo general, hipnotiza a las masas con estupideces de calibre olímpico. Estaba, dije. Estaba. Pero HBO también me ha confirmado que la libertad creativa que tiene el cine independiente jamás existirá en televisión y que cuando aparece algo genial, algo brillante en televisión, su destino es la desaparición; simplemente porque no satisface a las masas embrutecidas por Paris Hilton y la pornografía políticamente correcta de MTV. Parafraseando al héroe Ben Hawkins, quien se encarga de emitir las líneas del epígrafe, se podría decir que en televisión todo es posible hasta que deja de serlo.

¿Qué plantea Carnivale? ¿Qué es tan ominoso y denso en la trama que haya hecho que no alcance a las masas y deba de ser objeto de un aborto? Es tiempo de dedicarnos brevemente al universo mismo que plantea la serie en cuestión. En primer lugar, y eso es lo maravilloso, Carnivale trata, ante todo, de magia y poderes metafísicos. ¿Pero qué tema hay más en boga en los espíritus de las audiencias de nuestros tiempos que la magia? Desde el complejo infantil inyectado por Disney, las travesías de Harry Potter, las curvilíneas adolescentes de Charmed, Gandalf el Blanco, hasta las propagandas de Coca Cola, celulares, detergentes y bancos; nuestro público posmoderno es un goloso consumidor de “magia” en la pantalla grande como chica; niños y grandes se deleitan con aquel mundo de ensueño donde todo es posible. Sin embargo, justamente me pregunto, de qué magia estamos hablando. En Carnivale el sentido que se le da a la magia no viene de ese trasnochado paternalismo folclórico que nos propone Aladino, Blanca Nieves o Harry Potter; de esa visión nostálgica de la ultra-modernidad respecto a un universo del cual no sé sabe absolutamente nada excepto que estaba “encantando”: ¡Mierda comercial! La magia que se expone en Carnivale es la que respeta su sentido arcaico, original: un intersticio peligroso entre materia y espíritu, combinaciones misteriosas para abrir compuertas entre el sueño y la vigilia, conocimientos ominosos para influenciar a aquellos que moran el más allá: fuerzas, poderes que no son aptos para todos, círculos iniciáticos, símbolos encarnados, peligros, peligros y más peligros. Probablemente he ahí la razón por la que la magia presentada en esta serie no fuera del agrado de los atontados consumidores estándar de televisión.



Personajes de funambulesca extravagancia se interrelacionan en el desierto más árido del alma americana: el enano Samson (intepretado por el genial Michael J. Anderson de Twin Peaks y Mulholland Dr.), hombre confiable y con los pies en la tierra, dirige a los carnies, siguiendo fielmente las órdenes de una “Gerencia” un tanto reservada; Ben Hawkins, un ex – presidiario que se queda en la miseria absoluta como muchos en su país, pero que, como pocos, tiene un gigantesco poder espritual. Lodz, un clarividente ciego con intenciones tan turbias como la humareda de opio que invade sus pensamientos para ayudarlo a tener visiones; Sofie, la lectora del Tarot y su madre, telépata en estado vegetativo, Apolonia (capaz de asustar hasta a los incondicionales de Lynch); Jonesy, el hombre de confianza de Samson y director técnico de la feria; Rita Sue y Stumpy, la prostituta y su marido que viven las angustias y pasiones más humanas. Además, a parte de todo eso, se pinta una historia paralela y quizás la más ominosa de todas: el hermano Justin, un religioso visionario que debe sufrir una transformación dolorosa hasta darse cuenta de quién es realmente. Justin está siempre acompañado por su diabólica hermana Iris.

Al final de la segunda temporada, semejante relato, donde la lucha entre el Bien y el Mal se encarna en el pintoresco y aterrorizante cosmos circense, se ve propulsado hacia un vector narrativo riquísimo en posibilidades y llena al espectador de ansias por saber más: los orígenes y los derroteros de la epopeya que se juega en Norteamérica y no en vano. Sabemos, por imágenes oníricas y recuerdos afiebrados, que el destino del mundo, a través de las dos guerras mundiales, está relacionado con estos personajes que ignoran la magnitud de su misión… Nosotros también la ignoraremos, por siempre y por culpa de HBO. ¡Qué falta de seriedad y compromiso! Así que termino con una recomendación: si alguna vez los engancha una serie de HBO y es muy, muy buena, tengan cuidado que lo más probable es que los deje colgados. Creo que a los freaks sólo nos satisfacen en el cine, en la oscuridad absoluta de la sala, sin publicidad y en las sesiones de medianoche.


jueves, enero 24, 2008

Hacerse a un lado. Notas sobre el Vizconde de Lascano Tegui


Me complace anunciar que dentro de unas semanas saldrá al mercado español De la elegancia mientras se duerme (1924), obra maestra del archi-excéntrico Vizconde de Lascano Tegui que la editorial Impedimenta, en un gesto de audacia y buen tino, se ha resuelto a publicar. El presente texto sirve de prólogo a dicha edición.

1. Una de las marcas que distinguen cierta literatura actual en español es el interés por descubrir y releer las tradiciones marginales. Nuestra narrativa, en la línea de trabajo que puede rastrearse desde Borges y Marechal, emprendió una discreta aunque constante labor de exhumación y ficcionalización alrededor de la vanguardia como germen de la distopía contemporánea. En ese proceso es innegable la influencia que tuvo en los últimos años la obra de Roberto Bolaño, en especial Los detectives salvajes, cuyos protagonistas se dan a la búsqueda de una poeta estridentista desaparecida en el norte de México. Tal es el peso de esa influencia, que es lícito preguntarse si la calurosa recepción de autores como Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas no habrá estado condicionada por la atención que recibieron previamente los libros de Bolaño. Ahora bien, detrás de esta puesta en escena parece haber una necesidad de reestructurar o incluso de derrumbar las genealogías y las jerarquías literarias mediante el recurso a lo menor, entendido aquí como una operación deconstructiva que se efectúa desde las fisuras del discurso oficializado por y en clara mímica de la lengua dominante. En este sentido se comprende la vindicación de la prosa contrahecha de Arlt, que en teoría revelaría una estrategia de gambetas capaz de neutralizar el efecto de las metáforas instauradas por el aparato lingüístico del poder. Asimismo, dado que la literatura es el campo donde quizá pervive con mayor fuerza la noción de autor como creador de una obra bien provista del aura que se supone expresión del genio individual —lo que, en términos vulgares, se traduce en la farsa del star system editorial—, el gesto de desenterrar al muerto, de traer de vuelta al fantasma de las promesas rotas, adquiere un significado doble: por un lado se cuestiona el predominio de los cánones impuestos por el mercado y el espectáculo, y por otro, se desdibuja la noción tradicional de autor, desplazado así a una multiplicidad de funciones más acordes con las que desempeñan los artistas en otras disciplinas: editores de material azaroso, sampleadores, recicladores, plagiadores, copistas, correctores, compiladores, traductores… «El autor no es un manantial infinito de significados que llenan la obra —dice Foucault—, el autor no precede a la obra. Es un determinado principio funcional a través del cual, en nuestra cultura, se limita, se excluye, se selecciona; en una palabra, es el principio a través del cual se obstaculiza la libre composición, descomposición y recomposición de la ficción». De modo que el oscuro y excéntrico vanguardista regresa una y otra vez para decirnos que el reino de Dinamarca apesta, al tiempo que señala un tipo de espacialidad diferente para la autoría, donde el creador, despojado de su feudo, pasa a desempeñar el papel limítrofe del médium deslocalizado, alguien cuyo «talento» consiste en saber ausentarse para dejar que las voces atraviesen libremente el texto. No obstante, este médium, este espacio vaciado, corre el riesgo constante de transformar a sus fantasmas en imágenes de culto freak, en objetos de una devoción fetichista, lo que lamentablemente conlleva la desactivación del carácter revulsivo implicado en el gesto inicial de invocación. El otro corolario de la reificación a través del culto al «raro» es la reconstitución inmediata del estatuto tradicional del autor como productor del sentido y demiurgo de las fuerzas secretas, todo ello ejecutado de modo oblicuo y al amparo del disfraz más conveniente: generoso padrino de los desfavorecidos o prestigioso coleccionista de artefactos bellos y obsoletos.

2. En el caso del Vizconde el riesgo de que el rescate dé lugar al culto es muy alto y la abundancia de episodios pintorescos o misteriosos en su vida no hace más que acrecentar la opaca leyenda. Según las relaciones biográficas que tengo a mano, Emilio Lascano Tegui nació en Concepción del Uruguay (Provincia de Entre Ríos, Argentina) en 1887 y pasó su adolescencia en el barrio porteño de San Telmo. Entre 1906 y 1910 trabajó como traductor de la oficina internacional de correos, empleo que le permitió viajar a pie por el norte de África y Oriente Medio. Pintó junto a Picasso y Modigliani en Montparnasse. Frecuentó el círculo de Lugones y la revista Martín Fierro. Pasó los años de la Gran Guerra trabajando como mecánico dental. En 1923 ingresó en el servicio diplomático argentino y trabajó varios años como cónsul en distintas ciudades francesas, hasta 1936, fecha en que se trasladó a Caracas, donde realizó una importante obra de pintura mural en el edificio del consulado. En 1940 fue destinado a Los Ángeles y cinco años después, en el viaje de regreso a la Argentina, un incendio en su camarote del barco acabó con buena parte de su obra inédita. A partir de entonces se dedicó sobre todo a escribir crónicas costumbristas y reflexiones culturales con un claro acento patafísico en El Hogar, Patoruzú, El Mundo o Crítica. En 1966, cuando murió en su casa de Palermo, la lectura del testamento reveló la existencia de una serie de manuscritos que el Vizconde habría guardado en cierta habitación cerrada de un apartamento en la calle Paraná. Dichos manuscritos, claro, jamás fueron hallados.

Dos sucesos aparentemente intrascendentes al inicio de su carrera resultan, en mi opinión, decisivos para comprender por qué se considera a Lascano Tegui un legítimo precursor de lo que estaba aún por hacerse en materia de boutades conceptuales. El primero es la publicación, en 1910, de un libro de versos —La sombra de la Empusa con un pie de imprenta falso de París. El segundo, ocurrido un año después, lo relata el propio Vizconde en un texto autobiográfico: «Me decían como una afrenta y desenvueltamente que yo no sabía lo que era poesía y mucho menos hacer versos. Lo que se llama crítica quería nivelarme, vulgarizarme hasta hacer de mí un adocenado más. Para darle satisfacción escribí dentro del silencio del Jardín Botánico un libro que llamé El árbol que canta, pero que publiqué con el nombre de Blanco... y lo firmé Rubén Darío, hijo. El hijo de Darío tenía por cierto más talento y no ignoraba lo que era poesía como ese excéntrico Vizconde de Lascano Tegui». Entre el primero y el segundo suceso se juegan varios asuntos que más tarde serían cruciales en las experiencias de vanguardia en América Latina. El primero de ellos, el libro argentino con el falso pie de imprenta parisino, funciona, por un lado, como un acto de subversión de las relaciones de dependencia cultural entre el centro y las periferias —vendría a ser un equivalente literario del famoso dibujo de Torres García donde el mapa de Suramérica aparece invertido—, y por otro, como una burla de los provincianos sistemas de legitimación que resultan de dicha dependencia. En otras palabras, pone en cuestión la supuesta primacía de una cultura «mayor» sobre otra «menor» e ironiza respecto del papel que cada parte desempeña en esa relación jerárquica. El segundo gesto, el libro firmado por el falso hijo de Rubén Darío, es un juego bastante más complejo en el que se entrecruzan ese vaciado del espacio del autor al que antes he aludido con la burla de los sistemas de legitimación, en este caso, del recurso de autoridad. Es evidente la filiación entre estas acciones del Vizconde y, por poner dos ejemplos a bote pronto, la sobre-exposición de intenciones y recursos en la novela de Macedonio, con la consecuente carga de crítica a la institución literaria, y la afición de Borges a escribir reseñas de libros inexistentes, por no hablar del retrospectivo aire menardiano que se percibe en estas muecas casi invisibles.

3. De la elegancia mientras se duerme, publicada en 1925 y gestada, según parece, entre 1910 y 1914, es una novela estructurada como una sucesión de entradas de diario que incluyen pequeñas historias bastante independientes, en algunos casos unidas entre sí por una línea argumental muy tenue. Más que el sistema del puzle, cuya función última es recomponer poco a poco la linealidad narrativa, lo que parece interesarle a Lascano Tegui es el efecto de capas y discontinuidades que provoca la yuxtaposición de fragmentos. Con todo, la escena culminante del relato —un crimen que, sin ser demasiado premeditado, parece una consecuencia natural de las evoluciones azarosas del texto—, suministra una cuota de sentido estable a todo el libro y acaso permite una lectura más convencional del mismo: diario del asesino, manuscrito encontrado, novela de formación. Géneros todos ellos que, sin embargo, sufren en el proceso de fragmentación un desdibujamiento de sus fronteras y normas.

Por momentos, el modo ostentoso en que se presentan las múltiples truculencias puede resultar irritante, aunque ese registro lautremontiano y su consiguiente carga, a veces predecible, de inmoralidad con abundancia de apologías a la sífilis, el travestismo, la pederastia o la zoofilia, se enriquece con la estructura episódica llena de síncopes, saltos, idas y venidas. En otras palabras, el artificio se exacerba presentando en primer plano el horizonte de referencias culturales y librescas mientras el narrador pone en juego su performance de reapariciones y enmascaramientos. Porque esa performación, lejos de obedecer a un esquema vulgar de dependencia cultural —en este caso, del acervo propio del decadentismo francés—, es en el fondo una operación de desvío textual que, por un lado, desfigura y resemantiza dicho acervo, y por otro, origina una descripción psicótica de la experiencia, reforzada por el propio amaneramiento de las formas y estilos extraídos de la genealogía maldita: Baudelaire, Rimbaud, Villon, Lautremont. Estamos entonces ante un caso de bovarismo muy elaborado en el que incluso se tiende a la supresión de la estrategia representacional tradicional para conducirnos al terreno de la acción literaria más radical: el diario del narrador es en realidad un cuaderno de notas para preparar un crimen, el bildungsroman del joven asesino sufre una degeneración que hace imposible la reconstrucción narrativa de la formación del sujeto —un pastiche literario, en realidad—. De este modo, el crimen, la acción en la que se articularía todo el sentido ético y argumental de los fragmentos, en el fondo no se apoya más que en un entramado de contingencias y plagios literarios, en últimas, en un aparato ficcional que no se molesta en ocultar los materiales con los que está hecho. «¿Y no llegaría a ser el libro como un derivativo de esa idea del crimen que desearía cometer? ¿No podría ser cada página un trozo de vidrio diminuto en la sopa cotidiana de mis semejantes?», se pregunta el narrador. Así, el libro no es el registro de la gestación de un crimen —cosa que lo acercaría al relato policial en puzle— sino el registro de la irreversibilidad, la incapacidad última de recomponer las circunstancias que han dado lugar al acontecimiento central. Toda teleología queda cancelada. No hay redención ni castigo posible, solo entropía, la pesadilla del tiempo incontable en fórmulas narrativas. En este sentido, no me parece osado establecer vínculos entre los procedimientos del libro de Lascano Tegui y el montaje de algunas películas de David Lynch, con sus obsesivos ritornelos y bucles que no hacen más que acentuar la sensación de que es imposible relatar y, por tanto, comprender las causas del horror.

Emilio Lascano Tegui, falso vizconde sin condado, se pasó la vida lamentando el escaso interés que suscitaban sus libros. Pese a haber estado cerca de los cenáculos culturales más relevantes, su dilentantismo y su talento para la reinvención y la máscara lo mantuvieron siempre al margen. Nadie supo jamás dónde encajarlo. ¿Figura de transición entre la asimilación criolla de la cultura francesa de fin de siglo y la vanguardia representada por el núcleo duro de la revista Martín Fierro? ¿Cubista? ¿Muralista? ¿Expresionista? Ni qué decir de su posterior rechazo de la modernidad y sus alabanzas a la vida sencilla del campo. Sea como fuere, lo que hizo posible la escritura de un libro tan sorprendente y extraño como De la elegancia mientras se duerme, mal que le pesara al propio Vizconde, fue la misma costumbre que le valió la indiferencia de sus contemporáneos: dejar de ocupar el eje gravitacional del texto y hacerse a un lado para permitir que las fuerzas internas de la escritura, como haces de luz a través de una sucesión de cerraduras, encuentren sus puntos de fuga en la concentración máxima del fragmento.

jueves, enero 10, 2008

David Cronenberg: Promesas cumplidas


A guisa de introducción de este breve análisis de la (no tan) nueva película de David Cronenberg, Eastern Promises, me propongo unas palabras contextualizadoras. Es que el susodicho filme recién llegó a mis manos, ojos, oídos, cerebro, huesos, bolas y vísceras en general. Lastimosamente así es la cosa en Bolivia pero al menos ahora, no nos podemos quejar, las buenas pelis, de alguna manera u otra, llegan y en buena calidad. Pero eso, en cuanto a crítica se refiere, tiene una ventaja: el crítico que ha vivido el estreno meses trasnochado de una película, tiene la obligación de darle un nuevo enfoque; sobre todo habiendo leído todo el bombardeo de crítica que cunde durante los meses post-estreno oficial. Así mismo, el presente artículo se propone un enfoque particular de este nuevo opus y este es el que lo sitúa en la trayectoria de este afamado creador de pesadillas cinematográficas. En otras palabras, nuestra aproximación a Eastern Promises será de orden comparativo y analítico.

Últimamente David Cronenberg se ha vuelto una suerte de apuesta segura: uno sabe, al reclinarse sobre su silla mientras se apagan las luces para que empiece el espectáculo, que se enfrentará a una película pulcra, inteligente, profunda, en fin, a un peliculón. En ese sentido el cine del canadiense me parece comparable a la experiencia que puede provocar una ciudad como Paris a un viajero: antes de ir a la ciudad luz él sabe que va a quedar encantado, al estar ahí él está ciertamente encantado y al irse de allí lamenta la ausencia del encanto (cosa que sabía que le pasaría). Pero esto, en el caso que nos atañe, no siempre fue así: el cine de Cronenberg se ha caracterizado durante mucho tiempo por repeler audiencias, provocar, chocar (no en vano tiene una película entera que se llama Crash) al punto de generar lo que mi hermano mayor y yo llamamos “El efecto Cronenberg” que consiste en que de diez que empiezan a ver una de sus pelis, menos de cinco la acaban (y de esos, mínimo, dos dormidos): difícil trayectoria la de este genio para poder ser visto y considerado como tal por la crítica como por la audiencia. Sin embargo, hoy por hoy, es indudable que este hombre está entre los más grandes y toda su obra no es sino un prisma multidimensional para observar un mismo fenómeno con frialdad y estética quirúrgica: la delicadísima identidad del ser humano y su continua susceptibilidad de mutar(se), metamorfosear(se), fusionar(se) y cómo esa pérdida (si es que lo es) acarrea el acceso a un nuevo mundo o, más precisamente, a una nueva realidad. Desde Shivers hasta Eastern Promises son las mismas reglas las que rigen esta travesía cinematográfica.

A pesar de mantener esa estampa, esas reglas rigurosas que caracterizan a toda su obra, Cronenberg desde las tres últimas películas está ahondando en un nuevo universo cuyas coordenadas son difíciles de trazar. La mutación, la fusión y la indiferenciación que encontraban su alfa y omega en el cuerpo o, mejor dicho, en la condición corpórea en los anteriores opus, en estos últimos aparecen más difusas, más intangibles y vemos como de un tema identitario propiamente fisiológico u orgánico pasamos progresivamente a un nivel psicológico y, posteriormente, sociológico. Es indudable que somos testigos de un nuevo Cronenberg, de una nueva fijación en su mirada profunda de director que no hace sino excavar en nuestra condición antropológica fundamental, peli tras peli, año tras año.

Si Seth Brundle devenía en Brundlefly a través de una infiltración material, viral, ahora somos testigos de una nueva fuente de mutación: la sociedad vista como un sistema de roles. Si inmediatamente pensábamos en Freud o Lacan cuando veíamos Naked Lunch o Videodrome, en History of Violence e Eastern Promises pensamos en Erving Goffman, el sociólogo interaccionista que propuso un modelo de sociedad como puesta en escena.


La mutación, cronenbergiana en esencia, aquí no se opera por una matemática viral sino más bien social. Al igual que una enfermedad patea el tablero del cuerpo e instaura una nueva hegemonía y una nueva personalidad, Cronenberg patea el tablero de la vida de estos personajes que descubren que su ser, su vida, no habían sido sino teatro, juego de rol y que era tiempo llegado de jugar otro rol, de ser otro ser. Sin embargo eso no quiere decir que se haya hecho de lado el tema del cuerpo; a los que nos les gusta el aspecto carnal (pornográfico) del cine de Cronenberg que no crean que se han librado, más aun, el aspecto realista de los universos planteados hace que la imagen de la carne viva se haga probablemente más dolorosa e incómoda. La materia corporal tiene dos funciones esenciales en el sistema simbólico de A History of Violence e Eastern Promises: una función iniciática y una función energética.

La función iniciática es la que hace que estas dos últimas películas (el ciclo Mortensen) sean profundamente cronebergianas: en ambos casos la metamorfosis de los personajes se da por una penetración física, material como en el caso de casi todos los héroes de Cronenberg: Tom Stall recibe una puñalada en el pie cuando se desencadena la violencia en su apacible pueblo, así mismo, Nikolai, deberá sufrir más de una infiltración física para acceder al estatuto al que accede, para poder mutar. La diferencia de estas “penetraciones” con las que ocurren en las otras películas es que éstas juegan un rol de augurio, un rol simbólico, casi ceremonial: no se trata de la causa positiva de la mutación como la mosca en la mosca, el pod en Existenz, el metal en Crash o la droga en Naked Lunch. Sin embargo, dentro del sistema-Cronenberg, el símbolo, la conjura es tan efectiva en el desencadenamiento metonímico de la monstruosidad como lo es un virus real, positivo o un pedazo de metal atravesando los miembros: ¿Acaso no es el lenguaje, lo simbólico, el primer virus infiltrado en nuestro ser y causa de nuestra primera alienación? La dialéctica sigue funcionando a perfección, como antaño en Videodrome: la carne se vuelve palabra y la palabra carne. Continuidad y diferencia: la herida, la marca corporal, la penetración sigue ejerciendo su función de antaño, sólo que ahora la cumple como símbolo de un devenir y no como la causa material de un devenir, como los tatuajes para la mafia rusa.

La segunda función del cuerpo es relativamente nueva en Cronenberg y se está esbozando lentamente desde A History of Violence. Se trata de su función energética y viril: despojada de toda pulsión erótica (el cuerpo de cronenbergiano siempre sufría de una ambivalencia erótico-tanatológica) la corporeidad deviene en incontrolable energía destructiva, confrontación, agresividad desmesurada. El tema de la violencia como tal nunca había sido explorado por este maestro de una manera tan directa. El cuerpo aparece desnudo y provisto de ese realismo baconiano que es, sobre todo, percepción de la energía más allá de la entidad. No se puede decir que las anteriores películas de Cronenberg sean propiamente violentas; no es el término adecuado. Chocante, repugnante, provocadora, la monstruosidad que se manifestaba físicamente ejercía más una violencia psicológica en la audiencia que otra cosa: lo molestoso de los choques de Crash es el enfoque, igual que la maternidad en The Brood o la ginecología en Dead Ringers.



Ahora Cronenberg parece abordar la violencia como tal, separada de toda ambigüedad (que era lo molesto en su cine anterior): a través de una estética de la confrontación viril, cuerpo a cuerpo, el autor nos desata un recuerdo animal en el inconsciente, una memoria del hombre sobreviviendo en la naturaleza, no solamente enfrentándose a bestias y catástrofes naturales sino, y es quizás el mayor de los peligros, a sí mismo. Contrariamente a los filósofos de la iluminación que ven en la violencia una ruptura del lazo social, un retorno a la animalidad, vemos en estas dos películas como la violencia es constitutiva de la sociedad, ordenadora de la misma de alguna manera. Y si la sociedad que vivimos parece haber eliminado la funcionalidad de la violencia es porque esta se ha mediatizado, se ha llevado a otros estratos, despersonalizado, internacionalizado, sublimado, pero, sin embargo, su origen y función son las mismas. La mafia rusa encarna perfectamente esa cosmovisión según la cual el cuerpo es la prueba de tu historia, las marcas en él narran, las cicatrices hablan por sí solas: al hacerlo establecen jerarquías.

Quizás lo que sí es totalmente nuevo en Eastern Promises respecto al resto de la obra es que la estructura de la narración contempla dos héroes, dos mutaciones que se fusionan en una historia sencilla pero perfectamente hilada, matemática. Y es que generalmente las historias de Cronenberg se apoyan en un personaje y sino es así, al menos todos los personajes tienden hacia un mismo vector narrativo, a la misma mutación, sufren el mismo proceso: la horda de perversos en Crash, Allegra y Pikull en ExistenZ, etc. En Eastern Promises vemos claramente dos personajes que van en direcciones opuestas: Anna, cuyo Videodrome resulta ser la misma mafia rusa y Nikolai que, gracias a la angelical enfermera, tendrá la oportunidad de redimirse. Descenso, ascenso y encuentro: la escena final a orillas de Támesis lo resume. Ambos personajes han sufrido metamorfosis, no tanto físicas como sociales: Anna ha cambiado de rol, de hija a madre. Nikolai ha cambiado de rol, de chofer a jefe. Por primera vez vemos lo que, relativamente, podría llamarse happy ending. Por primera vez vemos una dualidad moral en Cronenberg. El raso ético en el que nos sumergían Crash, Shivers o Spider no tiene lugar aquí gracias a la presencia de Anna. Por primera vez se marca una diferencia en los universos que solían ser monótonos y amorales. Anna y Frank Carveth (marido de la temible Nola en The Brood) son de los pocos héroes en el sentido clásico que se encuentran en el cine de Cronenberg: héroes sin ambivalencia. La diferencia es que ella logra rescatar sentimientos de simpatía por parte del monstruo Nikolai (cosa que no ocurre en The Brood).

¿Continuidad o innovación? ¿Rigorismo o ruptura?; véase como se la vea, Eastern Promises alcanza un piso más en esta arquitectura cinematográfica tan sólida y única como hermosa y profunda en la historia de este maravilloso arte. Es pues un hecho que David Cronenberg, a pesar de lo que de a ver superficialmente, es un cineasta de conceptos: la diferencia es que sus conceptos son inabarcables por el intelecto y él debe de recurrir a la plástica para poder desarrollarlos, escarbarlos y comprenderlos. El cine, ya lo ha demostrado junto a su fiel equipo de artistas (delante y detrás de cámaras), es un vehículo privilegiado para desarrollar esa plástica y adentrarnos en tales conceptos que no carecen de carne y humores de toda índole. Para concluir creo que es necesario recalcar que ya es hora de que la academia reconozca a este director que, aunque no haya hecho en toda su carrera los millones que hizo la trilogía tolkiana, ha contribuido al cine de una manera categórica con respecto a su lenguaje mismo, a su sustancia y función. Esperemos que el maestro no tenga que hacer unas llamaditas a la mafia rusa para que le den su lugar en el Oscar 2008 y los huevones de la academia se den cuenta por sí solos. Y si no lo hacen qué importa, los fieles siempre estaremos: Long live David Cronenberg!